De salsa y huida
El ventilador girando justo por debajo del artesonado aquel día de fin de verano en que a mi aún me quedaba suficiente brillo de sol en la piel, el tirante blanco, el escote, los labios frambuesa, los naipes. La indiferencia. El revoloteo. Tus idas y venidas esperando que yo hiciese lo que no pensaba hacer. En aquellos tiempos todavía no habías entendido nada del sencillo mecanismo de mis juegos. Nunca pierdo. Y lo demás quién sabe. Pero nunca pierdo.
Todavía tuvieron que pasar muchos meses, tuviste que equivocarte muchísimo, para empezar a intuir que yo, con mi cara de fascinada, me estaba enterando de todo desde el principio. Que ya entonces sabía de sobra el poder de mis escorzos en tu cerebro y en todos los órganos que regía. Lo que te pasaba por la cabeza cada vez que nos cruzabamos en aquel pasillo estrecho como el de un vagón de tren decimonónico y yo sonreía y tu me agarrabas y yo me paraba un segundo solo, me giraba lo justo, dejaba mi nariz apuntando al pico de tus labios y sonreía todavía más. Porque se podía sonreír más contra tu propio pronóstico. Como si no supiese de sobra que querías besarme. O más bien querías que quisiera que me besases allí delante de todo el mundo. Tu mano rodeando mi cintura como si fuese a caerme. Como si mis piernas no hubiesen sido siempre cien veces más fuertes que las tuyas. Mi giro maestro para soltarme. Se puede bailar salsa en el pasillo estrecho de un tren decimonónico y aprovechar un giro para huir de las trampas. Cada vez. Se me daba demasiado bien aquello. Tú no te diste cuenta nunca pero empecé a llevar faldas con vuelo a aquellos encuentros nuestros que terminaban siempre conmigo saliendo a la carrera, huyendo de ti en un pasillo estrecho, como de vagón de tren antiguo. Aquel pasillo caoba donde cada día me inventaba un paso nuevo de salsa y huida. Mirando girar mi falda con aquel gesto de triunfo de las que sabemos esquivar las balas. Las que nunca perdemos. Ni siquiera exactamente el tiempo. Tuve lo mejor de ti, lo único que de verdad valía la pena, lo exprimí. Alimenté aquel deseo voraz tuyo que fructificó en dos o tres obras de arte. Te quedaste seco. Eso decías. Ni siquiera ahora comprendes del todo que no fue eso. Que simplemente dejé de alimentarte. Me largué con mis juegos inocuos. Y tú te quedaste allí, atascado, empeñado. Contándoles a todos, con chulería, que volvería a pesar de que te dije claramente que aquella noche era la última. Fue la última incluyendo el intento de encerrona mediterránea que acabó contigo dando un portazo iracundo. Mi carcajada. Una canción de Ruibal sonando de fondo. Un corazón regalándomelo todo. Un exceso de whisky. Mucha hambre, una bañera, una cama enorme, blanquísima. Dios y los tractores.
Ya te dije que nunca pierdo. Y menos si el juego va de hacerme daño. Me regalaste una maldición escrita en un libro y yo lo tiré a la basura al doblar la primera esquina. Y la maldición, supongo, se volvió contra ti.