Don Diego Mendoza

Cuando los ingleses desembarcaron en Quilmes a Diego Mendoza nadie le llamaba “don”. Tenía entonces 17 años y de aquellos tiempos sólo recordaba que su padre, para celebrar la victoria de los criollos, abrió la botella de reserva más vieja de la bodega, procedente de la cepa que su abuelo, Manuel de Mendoza, plantó cuando se estableció en la provincia que ahora llevaba su apellido.

El vino era malo y la hacienda cara de mantener, pero su padre estaba empeñado en lograr los mejores tintos del mundo.

Poco después Napoleón invadió España y empezó la Revolución también en ultramar. El Cabildo se reunió en las tierras de la familia para votar a mano alzada si apoyar al virrey o a los revolucionarios. Su padre evitó ir a la guerra y prohibió a Dieguito meterse en jaleos. Pero la prohibición llegaba tarde porque hacía un año que su hijo formaba parte de la Logia Lautaro, una sociedad secreta que luchaba en todo el mundo por la independencia de América. Don José de Mendoza siempre había dicho a su familia que eran americanos, que los reyes de España sólo habían utilizado y vendido a la familia, que incluso aquellas tierras fértiles habían sido cedidas a cambio de todas las posesiones que los Mendoza habían acumulado desde su origen. Ni siquiera se había salvado la biblioteca del Cardenal de la avaricia de la corona.

Los reyes de España eran unos ingratos y la madre de Diego una criolla no bautizada, de piel demasiado oscura para el gusto de la alta sociedad de la Península.

El mensaje había calado en el adolescente, que participó activamente en los movimientos organizados por la logia para derrocar al gobierno conservador que había depuesto al legítimo Virrey. El joven Mendoza formó parte de la Asamblea Constituyente que decidió también, ante su insistencia, la supresión de los títulos de nobleza. Perder el ducado era algo que seguía importando demasiado a su padre, más incluso que la cepa definitiva.

Diego volvió a Mendoza convertido en un hombre de 22 años dispuesto a establecerse trabajar para el negocio familiar y buscarse una mujer que le diera muchos hijos.

Pero entonces empezaron las guerras civiles entre los caudillos federales y el nuevo gobierno central.

Diego tomó partido por los centralistas y viajó a Buenos Aires para preparar la declaración de independencia en la que se decidió la bandera albiceleste. En lo que nadie pudo ponerse de acuerdo fue en la forma de Gobierno.

Diego estaba obsesionado con la República, mientras que la junta de Buenos Aires en la que estaba integrado quería ofrecerle la corona a un príncipe europeo sin reino.

La logia volvió a conspirar para evitar la monarquía a cualquier precio. El armisticio de San Lorenzo fue violado insistentemente por todas las facciones y Diego volvió con su pequeño ejército al frente. Era 1919 y las heridas de bala de las batallas anteriores no le dejaban dormir cuando el clima estaba húmedo.

Un año después los suyos perdieron definitivamente la guerra. Cada provincia decidió su autonomía y él regresó a la hacienda.

Fue entonces cuando empezaron a llamarlo Don Diego y también cuando comenzó a interesarse por el vino. Colaboró con el nuevo gobierno de la provincia aprovechando la confusión y tomando medidas que favoreciesen sobre todo a su familia. Experimentó con las cepas buscando la mejor cosecha, sustituyó a su padre al frente de la hacienda y encontró maneras eficaces de encarecer sus vinos. Pero seguía aburriéndose soberanamente, por lo que decidió incorporarse al frente abierto contra Brasil.

Lamentablemente un año después los portugueses capitularon devolviendo la banda oriental. Aquella victoria hizo renacer el federalismo y llevó a Don Diego a cambiar otra vez de bando. La guerra civil estalló de nuevo.

Rosas, uno de los generales triunfadores, fue elegido Gobernador de Buenos Aires. El joven Mendoza cambió el frente por el cargo de Ministro de Economía. En todo su mandato sólo tomó dos decisiones: aumentar las ayudas a las haciendas e incentivar la expansión de la ganadería. La empresa familiar fue continuamente beneficiada por ayudas públicas para unas reses puramente decorativas. Él reinvertía aquellos fondos en la obsesiva mejora de las vides. Su vino, aunque bien etiquetado y envasado, seguía siendo el de peor calidad de toda la provincia que llevaba el nombre de su finca.

Renunció a su cargo para incorporarse a la comisión de los gobiernos provinciales. Él fue el artífice de la contradictoria declaración de la guerra a Paz, el general con el nombre más absurdo de los posibles, como proclamó sardónico en la Asamblea.

Quiroga, su gran amigo de la infancia, ocupó Mendoza dejando a Don Diego al frente de la provincia mientras marchaba a invadir La Rioja. La única condición de Diego fue que le llevase muestras de todas las cepas. Mendoza sabía que en las tierras áridas de La Rioja americana las buenas uvas se infrautilizaban. Hace falta un buen suelo para que el vino resultante pueda ganar el Grand Prix de Paris.

Pero el pequeño de los Mendoza, que tenía ya 41 años y seguía soltero a pesar de la presión familiar, volvía a estar harto de quedarse en casa. A Rosas parecía pasarle lo mismo, así que renunció al Gobierno y fue a buscarlo para que lo acompañase en la “campaña del desierto” que pretendía ganar territorios a las tribus indígenas e incorporar más tierras para ganadería. Cuando dieron por terminada la campaña Mendoza volvió a la casa familiar acompañado de una indígena muy joven que no entendía apenas el español y con la que se casó aquel verano, justo dos meses antes de la muerte de su padre, que abandonó el mundo de los vivos obsesionado con el Grand Prix de París.

Rosas volvió al Gobierno apoyado por los grandes terratenientes y comerciantes que se beneficiaban de sus políticos y Diego de Mendoza dedicó el tiempo de tranquilidad política a la tarea de tener dos hijos. Las cosechas seguían mejorando, los beneficios crecían y sus vinos se vendían por toda América convirtiendo a la Hacienda Mendoza en la más próspera del país, ayudada por las medidas proteccionistas del Gobierno de su compañero de aventuras.

En las elecciones federales del 45 fue elegido, sin apenas manipular los votos, gobernador de la provincia y todo pareció recuperar el orden de los tiempos de su abuelo. Sus hijos hablaban español pero también la lengua extraña de la madre. Entonces descubrió que “La India” como todo el mundo la llamaba, era en realidad Antawara, estrella cobriza y que sus hijos, además de Juan y Gonzalo de Mendoza tenían dos sonoros nombres indígenas Atipaj y Negue que significaban “vencedor” y “ fuerte” respectivamente.

También descubrió que su mujer tenía un talento natural para crear vinos de calidad y las bodegas Mendoza empezaron a añadir condecoraciones a las etiquetas de sus botellas.

Su mujer acabó convirtiéndose en una consejera inteligente que le sugirió, como Gobernador de Mendoza, organizar fiestas populares como las que mantenían el rosismo por todo lo alto en Buenos Aires.

Tango y vino. La fiesta de la vendimia importó a Mendoza el baile sucio de los burdeles bonaerenses y lo mezcló con el producto estrella de la provincia.

Su india, vestida de rojo rosista, fue portada de la Gaceta de Mendoza. Aunque en la foto no se apreciaba el color encendido del vestido sí podían admirarse sus piernas torneadas pisando uvas con el vestido indecorosamente recogido en la cadera.

Don Diego era ya un anciano que parecía abuelo de sus hijos pero aun conservaba la energía suficiente como para aburrirse con tanta calma, así que partió a La Rioja española en busca de cepas que permitiesen a sus bodegas competir con los vinos europeos.

De España pasó a Italia y de allí a Francia. Estando ausente fue reelegido Gobernador de Mendoza, y conoció, a través de diversos telegramas, un nuevo parto y otro embarazo de su mujer.

Al volver a Mendoza el guardés estaba instalado en su cama y a él pareció no importarle cuando supo de los sorprendentes beneficios que había generado la hacienda familiar bajo la dirección de Antawara.

Don Diego aceptó con resignación el nuevo estado de su matrimonio: “soy un hombre viejo, y ella es aun una mujer hermosa. Me ha dado dos o tal vez 3 hijos y más riqueza de la que podría gastar en toda una vida, pedirle fidelidad sería, definitivamente, pedir demasiado”.

Su hijo mayor heredó el cargo de Gobernador y él pudo dedicarse en cuerpo y alma a sus cosechas.

En 1958 viajó a París con la India y una caja de botellas de vino en cuya etiqueta mentirosa podía leerse: “de la cepa original de los Mendoza alaveses”. Aquella cepa era de 1426 y no había resistido más de 4 siglos de historia, pero el truco funcionó y ganaron el ansiado Grand Prix de París.

Al año siguiente la fiesta de la vendimia fue un acontecimiento histórico que celebró el primer vino americano merecedor de un premio europeo.

En 1961 el terremoto más horrible que se recuerda en Argentina destruyó media provincia de Mendoza, y pulverizó la hacienda familiar estropeando sin remedio todas las cepas.

Don Diego, un anciano de 80 años, dijo sin parpaderar “el dinero sigue intacto y los Mendoza siempre sobreviven”.

En 2008 la hacienda Mendoza es la más visitada de la provincia. El hotel rural de 5 estrellas aparece en todas las guías de alojamientos con encanto, su restaurante tiene dos estrellas michelín y en la puerta hay una placa que recuerda que aquel fue el único edificio que sobrevivió al devastador terremoto que asoló la provincia de Mendoza.

Sus vinos siguen ganando premios internacionales y en sus etiquetas sigue poniendo “de la cepa original de los Mendoza alaveses”

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Este relato no está basado en hechos reales y está lleno de inexactitudes históricas: El auténtico Diego Mendoza nació en 1468. No existe la hacienda de la que se habla, el tango nació a principios del siglo XX y desde luego era entonces algo marginal. Pero la provincia de Mendoza sí es la principal productora de vino en Argentina, la independencia fue un proceso convulso que incluyó a la vez una guerra civil, Rosas dejó el gobierno para irse a conquistarles tierras a los indígenas y existió la logia lautaro de la que se podrían escribir muchas cosas…