Lindo Casal

Ese día, esa madrugada, más bien, le prometí que escribiría sobre aquello.
Veníamos de un tiempo raro. Él acababa de descubrir que a veces escribo en serio.
Ya había entendido hacía meses que a veces escribo como quien respira o como quien habla. Sin que me cueste aparentemente demasiado ni la perfección del resultado tenga excesiva importancia.

Acababa de descubrir que a veces algo me obsesiona de verdad y me paso semanas rebuscando, como distraída, hablando siempre del mismo tema, con una cierta urgencia y un cierto despiste del mundo real hasta que de pronto esparcía sobre aquella cama King size tan lujosa, que siempre sentimos nuestra, un montón de papeles subrayados y me ponía a teclear furiosa odiando cualquier interrupción.
Aquella cama que él usaba igualmente inadecuado en los pasos a producción de madrugada mientras yo daba vueltas atravesada en duermevelas que le fascinaban. Le escuchaba decirles a sus muchachos, como en sueños lúcidos, al otro lado del Skype, que hablasen bajito que por fin me había dormido.
La blandura desmadejada de mis duermevelas era algo que él nunca entendió del todo pero que le encantaba comprobar.
Le pasaba parecido con los momentos en que “estaba escribiendo en serio” y no soportaba que me hablasen.
Me veía absorta durante horas y bromeaba “te pareces como yo con las propuestas a cliente” le corregía cada vez y él usaba aquellas expresiones en cuanto podía para que su jefe le alabase las mejoras en español. Ya sabes. Beatriz no me pasa ni media.
Le sigue haciendo mucha gracia esa expresión. No pasar ni una. Ni media.
El día que me definió diciendo que era muy ocurrente y me encantaban los juegos de palabras en cualquier idioma, lo besé en medio del Museu da língua portuguesa y un grupo de estudiantes adolescentes nos jaleó con entusiasmo. Hay una palabra en su lengua que me define a sus ojos. Es una palabra que me gusta y que probablemente ningún hombre español usaría para referirse a su novia en primer lugar.

Veníamos de un tiempo raro. Le prometí aquella madrugada que escribiría de aquel puente que pasamos en una habitación de hotel que parecia el decorado de El apartamento.
O descalzos por el parque.
Le gustaban mucho los momentos peliculeros así que me pareció una habitación muy adecuada. Tenía un talento natural para producirlos incluso en decorados mucho menos agradecidos que aquella habitación ridícula.
Esa misma mañana, por ejemplo, se había bajado de un taxi suplicando a voces que no me marchase sin él mientras yo firmaba el alquiler de un coche y el hombre del mostrador no daba crédito. De pronto construía frases perfectas en un idioma que supuestamente no dominaba.

La noche anterior habíamos discutido mucho. Yo me había enfadado muchísimo. Creo que nunca me he enfadado tanto con él.
Sus compañeros de proyecto flipaban con mi forma sorda de enfadarme. Le decían que no parecía tan enfadada. Que igual estaba exagerando. No notaban mi ira. Él sí. Y se reía intentado aguantarse esa risa. Porque en aquel momento ya me conocía demasiado bien. Y aunque yo entendía de sobra de qué se reía, aunque le viese la gracia también, mi ira podía con todo lo demás.

La mañana siguiente no fui a ninguna parte sin él en el coche de alquiler aunque se lo había ganado a pulso. Pasamos un día muy raro y muy bonito donde lo quise mucho todo el rato y la ira fue diluyéndose en aquel amor.
Elegimos para cenar aquel boteco porque tenían caipirinhas de tequila y ninguno las habíamos probado. Empezamos a beber demasiado pronto falsas capirinhas de José Cuervo reposado. Muy lento. Comimos cualquier cosa. Nos metimos en aquella burbuja nuestra que existía desde el principio. Desde antes incluso de hablarnos. Antes de aquel viaje en tren al sur, de aquella cena en un vips horrible donde me besó por primera vez un minuto después de decirme “mejor no empezar algo tan complicado”. Él y sus películas.
Muchas horas después de empezar a beber tequila, rompí la burbuja. El boteco estaba totalmente vacío. Un camarero nos miraba desde la barra sentado tranquilamente, sonriente.
Con el garito recién fregado. Todo recogido.
Yo me asusté “¡Vamos, paga mientras voy al baño. Han cerrado hace mil!”. El camarero trajo la última, que no habíamos pedido: “No se preocupen. Beban tranquilos. No quería interrumpir a una pareja tan bonita”. Lindo casal.
Aquel fin de semana lamimos el plato. Nos comimos la porcelana. Supimos los dos que o terminábamos bien o íbamos a estropearlo.
Lo dije. Soy siempre la que dice estas cosas en voz alta. Él me escuchó y me hizo caso. Hay un verbo en el idioma en que él sueña para explicar eso que pasa cuando le das valor a lo que otra persona tiene que decir. A eso que nos pasa tan poco a las mujeres.
Terminamos mal pero bien. Justo a tiempo para salvar todo lo salvable. Y los dos lo sabemos. Aquella noche me pidió que escribiese del día en que cerraron un bar para nosotros y nos invitaron a falsas caipirinhas porque éramos una pareja preciosa. Lindo casal.
Y el martes pasado me lo recordó en un japonés con historia. Ya no somos una pareja preciosa. Ni siquiera una pareja. Pero algunos años, después de la pandemia, en medio de la guerra, brinda conmigo por mi cumpleaños para que no se me olvide nunca que cada quién tiene que hacer su parte y confiar en que los demás se comporten igual. Y cruzar los dedos para no dejarnos contaminar por los tópicos sobados.
El otro día, la víspera de mi cumpleaños, terminé “Una cierta sonrisa” pensando que es el amor romántico hecho novela. Y que conseguí salir de ahí. Conseguimos. Y que me gusta mucho comprobarlo de vez en vez.