Pasear

He tardado años en entender completamente aquel paseo invernal por Madrid, el primero de tantos. Muchos años. Tuvieron que venir incontables paseos más, juntos, los dos, a ese paso siempre perfecto.
Cuando camino contigo nunca vamos demasiado rápido ni demasiado lento y cuando llevo tacones no tengo ni siquiera que decirte que llevo tacones para que aflojes el paso y acortes las zancadas de tus piernas larguísimas.

Tampoco es exactamente que lo decidas de una forma consciente. Simplemente te das cuenta. Sin darte cuenta de que te das cuenta.

Una vez, mucho antes de conocerte, dije que el amor era sobre todo atención. Que cuando quieres a alguien te fijas tanto en todas sus cosas que luego todo pasa sin esfuerzo. Lo dije antes incluso de haberme fijado en la forma en que caminas cuando está conmigo. Adaptándote de forma natural a mi paso. Si me pongo a rebuscar en el bolso, simplemente paras y sigues hablando mientras tanto sin ponerte aparentemente nervioso y cuando encuentro lo que sea que buscaba arrancas otra vez a caminar, a veces solo después de haberme hecho un gesto inapreciable con la cabeza para estar seguro de que podemos continuar. Haces eso desde el primer día. Aquella vez, aquel primer paseo, no buscaba nada en el bolso pero me estaba pegando con la cremallera de un abrigo y hacía frío. Uno de esos días de viento helador que produce en invierno cielos azulísimos y noches congeladas. Era una hora rarísima de un día rarísimo de un plan rarísimo. Era solo la cuarta vez que nos veíamos, la segunda vez en público y nadie sabía que ya me habías besado todo el cuerpo.

Nadie lo sabía. Nosotros tampoco sabíamos si toda aquella fascinación que te inventaste al verme bajar de un taxi iba a sobrevivir a la realidad. Yo no sabía si me gustabas tú muchísimo o me estaba engañado y lo que me gustaba era lo rápido, lo sencillo, lo directo y lo concreto que fuiste después de 3 años en el bucle absurdo de un hombre cobarde y mentiroso tratando de convertirme la vida a un jueguecito de poder absurdo al que tú jamás jugarías por nada ni con nadie.

Todavía me rio recordando la forma en que me dijiste “no, no, yo estoy totalmente disponible” cuando te confundí con el marido de alguien en la puerta de aquella sala de exposiciones a la que entramos juntos también por tu insistencia y de la que salimos juntos a pesar de la insistencia de algunas personas en separarnos “circulando”. Te conté aquella anécdota del diario de Bridget Jones que he contado tantas veces a tanta gente, sobre el concepto “circular” en este tipo de encuentros y te reíste no sé si porque entendías mis segundas intenciones, porque te hacía gracia el fragmento en sí o porque te parecía más gracioso que no se me entendiese ni una palabra entre mis propias carcajadas. El caso es que nos hacían circular separándonos y cuando yo me harté del juego del gato y el ratón con una copa de cava en la mano, del complot incomprensible y de las excusas peregrinas para hablarnos como si estuviésemos haciendo algo clandestino y dije que me iba tú saliste detrás de mi y te metiste en mi taxi y en mi casa y en mi cama y en mi vida yo diría que para siempre. Si es que existe un siempre.

Tardé años en entender aquel primer paseo. Hemos ido muy rápido y a la vez tenemos muy poca prisa porque ninguno tenemos esos objetivos vitales tan comunes como de llegar a alguna meta o hacer check en alguna casilla.
Siempre me has dejado ir y venir y hacer y deshacer y mantener todos mis espacios aparte de ti, nunca he tenido que pelear por ellos ni explicarte nada, ni he sentido que fuese algo que ibas a intentar cambiar en algún momento.

Pero tardé años en entender aquel primer paseo. Tuvo que venir una cena con amigos en la que descubrí que no te gusta hablar de algo de lo que hablas mucho conmigo. Y luego te pregunté y me dijiste que conmigo sí te gustaba hablar, que no sabías por qué. Que no es que no te importase. Que es que te gustaba porque contándome a mi algunas cosas te sentías mejor. Y eso empezó aquel primer paseo juntos, con gente detrás a la que ambos olvidamos. En una conversación que a mi siempre me había parecido social y que para ti era íntima. Es algo de lo que solo hablas conmigo y me he enterado siete años después.

Y me he dado cuenta de que nunca te he dicho que eres el primer hombre al que jamás le he tenido que pedir que caminase más lento o más rápido o que me agarrase o me soltase o no me empujase o no me llevase con la lengua fuera o se pusiese al otro lado o no se chocase con mi bolso.

El primero. El único. Y no creo que eso sea señal de nada más que de que eres capaz de prestarme atención sin que eso te suponga un esfuerzo o un trabajo. Del mismo modo en que eres capaz de entenderme a la primera cuando te explico por qué me parece una puta mierda determinada peli o novela.

Y no sé cuánto más va a durar este acuerdo provisional nuestro que nos compromete técnicamente a tan poco. Que se explica tan mal en este mundo y que nos apetece tan poco explicarle a la gente. Pero espero que dure mucho, porque mi vida es mejor desde que estás en ella, desde que puedo pasear contigo por ahí, cenar contigo sin mirar ni una sola vez el móvil, hablar de cualquier cosa, por peregrina que sea, sin sentir que te aburro o te mareo y sin que me des a cambio órdenes sobre cómo proceder. Ni siquiera me das consejos a no ser que expresamente te los pida. E incluso entonces siempre terminas con un “pero no sé eh, igual es una tontería” ¿Y sabes qué es lo gracioso? Que en todos estos años jamás has dicho en serio ni una sola tontería. Aunque a veces, cuando parece que estás diciendo tonterías, encuentras una forma de colar algo que nos hace pensar. Y entonces sonríes y agachas la cabeza como si no tuviese importancia.