#LibrosParaVerano 2019 . Epílogo Otoñal
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Este 2019 pasará a la historia como el verano del casimilagro. Sólo he dejado a medias dos de los libros. Claus y Lucas. Es un libro duro. Mucho más adecuado para cualquier estación del año menos cálida. Pensado más bien para leer con una taza humeante y una manta en algún sofá con alguien al lado que te quiere lo suficientemente bieni como para dejarte leer tranquila. Claus y Lucas es un libro poco pensado para playas, trenes, siquiera metros. Hay una maestría en Kristoff, sin embargo, que me ha hecho reservarlo para el comienzo del otoño. Cuando termine de leer los testamentos de Attwood. Claro.
Y el otoño ha empezado con mi nariz metida en la Autobiografía que no es una Autobiografía. Peixoto me está haciendo reír. Su prosa lírica sigue ahí, su profundidad también. Su sentido del humor está ocupando espacios que hasta ahora no había tenido en su obra. Y de momento me está gustando mucho. Pero solo estoy al principio del juego de espejos de todos los José, De la metaliteratura. Todos los juegos de la novela.
Respecto a los restantes, los que sí leí, el que menos me ha gustado, con diferencia, ha sido Voz. Le tenía muchas ganas. La idea era buena. Pero. Se queda corto. Se queda en la superficie, se queda en el bestseller cómodo para los muchachos. Se queda en “esto no nos pasará porque algún hombre bueno se hará cargo del asunto”. Se queda, en definitiva, en agua de borrajas. Empieza con la descarga eléctrica que casi puedes sentir en la muñeca y termina en un “verás qué bazofia de película van a hacer en Hollywood con esto”.
En cambio no sabría decir qué libro me ha gustado más. El resto del verano ha sido placentero por diversos motivos difíciles de ordenar, graduar o clasificar. Ha sido placentero porque el arte. Vamos.
Sé seguro que recordaré siempre el golpe de corazón de Nothomb. Ha escrito una novela importante. Sobre ser hija y ser mujer, ser madre y ser mujer, ser amiga y ser mujer. Ser persona educada como mujer en esta Europa contemporánea nuestra donde todo parece estar bien pero hay todavía muchos tabúes, muchos cadáveres bajo las alfombras, muchas cosas de las que nadie habla nunca con sinceridad. Y llega Nothomb y te golpea el corazón. Querer mucho no es querer bien. Ser familia no implica querer. Cuidarse, algunas veces, implica desaparecer. Implica rendirse. Implica esperar.
Sé también que voy a seguir enamorada de Rita Indiana por mucho tiempo. Nombres y Animales es de una brillantez que da hasta vértigo. Cómo una mujer tan joven puede escribir tan tan tan bien y manejar todos los registros. Y ser original. Y tener un estilo tan propio, tan inconfundible. He leído a Indiana al revés. Empecé por lo último (no el final porque está solo al principio de su carrera) y estoy terminando por el principio. Nombres y animales se publicó en 2013 y la voz de la adolescente dominicana, la voz de la madre, de la tía, del tío, de los clientes, del portero. Todas las voces de todos los personajes que hablan son reconocibles, son Caribe. Una siente mientras lee, mientras ríe a carcajadas, mientras se emociona, mientras alucina, mientras trata de adivinar qué va a ocurrir después, una siente mientras todo eso que está allí, en esa República Dominicana de sillas de plástico barato, aceras sin adoquinar, paredes desconchadas y azoteas planas de finales de los 80. Una siente que todo existe y ocurre y es ahora y era entonces. Yo leo por eso. Por esa sensación perfecta de inmersión que se alcanza solo a veces, que te convierte en un personaje más de la novela, mirando desde arriba, desde atrás, desde un lado, de reojo, a través de algún agujero.
Yo leo por eso y con Indiana me pasa siempre. Siempre hasta el momento. Espero que este siempre sea eterno.
Tampoco tengo dudas de que voy a recordar Telefónica. Lo que pasa cuando las mujeres te cuentan la historia es que la historia cambia muchísmo aun siendo reconocible. Leído el verano del nopacto de las noizquierdas tiene todavía más chicha. Una mujer alemana encargada de censurar las crónicas internacionales para la República. Explicando eso que siempre olvidan los historiadores. A veces el rumbo de las cosas lo decide la simpatía o antipatía entre quienes tienen cierto poder entendiendo por poder la capacidad para hacer algo, que decía Arendt.
Y Pablo y Pedro no pactan porque no se tragan. Porque ambos se sienten insultados o retados o atacados en sus frágiles egos de señores que no se paran a pensar en lo frágil de su ego porque creen que eso les debilita. Y todas las facciones presuntamente ideológicas que formaron la II República Española reflejaban solo la desconfianza de unas personas en otras personas. Todos los miedos pasados por la batidora de un presunto discurso racional, ideológico y político. Ilse Barea-Kulcsar tiene el don de explicar con un pie dentro y un pie fuera todo eso mientras aparentemente cuenta su proceso de adaptación a un Madrid asediado y resistente, a una República agonizante. Tiene el don también de explicar cómo vivieron ese momento todas aquellas mujeres en proceso de centrifugado. Las guerras ya se sabe. Necesitan mano de obra a cascoporro. El siglo pasado las mujeres, a las que se llevaba toda la historia empujando hacia el fondo de sus casas, al silencio y al rosario y al trabajo no remunerado ni valorado ni visibilizado, fueron de pronto empujadas en la dirección y el sentido contrario. A las fábricas y las oficinas y los despachos a hacer cosas que les habían explicado hasta entonces que no sabían hacer. Que no debían hacer por decoro. Hasta que pasó a ser importante hacerlas por el bien de una bandera, un trozo de tela, un territorio. Por LAS LIBERTADES en mayúsculas y en genérico. Y ellas salieron a un mundo que no conocían con unas reglas que nadie les había explicado y sin herramientas para pensar ni estar en ese mundo. En general, claro. Not all women. Yatusabeh.
Se ve claro el desprecio de Barea por las mujeres españolas y su torpeza, su estar perdidas en el maremagnum. Ella, alemana, venía de una cultura donde no estaban tan empujadas al fondo, donde la I Guerra Mundial ya había permitido que saliesen del agujero al mundo, ya les había dado tiempo, herramientas, alguna red, algo. No hay sororidad en ella. No como posicionamiento político. Y sin embargo, muy en el fondo, ella, que sobre todo es una persona inteligente, sabe todo el rato que solo está un poco menos mal que esas mujeres a quienes desprecia. Un poco muy pequeño, muy frágil, muy inestable.
Inmersión es otro libro donde una mujer usa su voz para contar la historia, un momento de la historia muy cercano en el tiempo al de Telefónica. En este caso de la URSS post Segunda Guerra Mundial, la URSS de la guerra fría y las purgas ideológicas. Lo que subyace se parece también a Pedro y Pablo pactando o a las facciones de la II República Española peleando por ver quién era más puro, quién tenía más razón. Chukovskaia narra el miedo y la incertidumbre de un mundo donde los criterios son aleatorios. Donde nadie se atreve a hablar porque no sabe qué tiene que fingir sobre lo que piensa para que quien tiene la fuerza (no quiero confundir fuerza con poder) no la emplee en aniquilarte.
Ella fue valiente y precisamente por eso tuvo una vida difícil en aquella Rusia helada. Precisamente por esa misma valentía nos dejó una obra literaria que sigue vigente hoy. Inmersión es parte de esa obra. Y sigue vigente leída en una playa mientras de fondo suena Maluma con algún ripio estúpido en fondo y forma. Y está ambientada en un bosque finés nevado. Y es preciosa como narración. Como decisión estética para contar una historia.
Chukovskaia reflexiona mucho sobre cómo los “artistas” se traicionan y se inventan coartadas con las que no engañan a nadie, mucho menos a ellos mismos. Y lo hace desde la belleza absoluta de las palabras que elige y cuida y abrillanta. Sin traicionarse nunca. Sin traicionarnos tampoco a nosotros.
Martín Gaite usaba igual las palabras. Con ese mismo mimo y esa misma intención. Hablar del miedo y de la forma en que te enfrentas a ese miedo. Escribiendo para niños también. Claro. Cuando una sabe que lo que hace importa y está bien, lo hace igual cuando se dirige a adultos que a niños. Porque las escritoras, los escritores, escriben para las personas. Y las personas, si todo va bien, crecemos. La niña que yo fui habría disfrutado de Caperucita en Manhattan tanto como la adulta que soy. Lo habría entendido de otra forma, no necesariamente mejor, solo distinta. Pero lo habría entendido. Y me parece importante que las personas, tengan la edad que tengan, reflexionen siempre que puedan sobre sus miedos, sus inquietudes, sus inseguridades y la libertad. Que, como decía Benedetti, es una palabra enorme aunque a base de oírla repetida a los políticos en los mítines hemos vaciado de significado. Hay una parte de la libertad que tienes, que depende de los otros. Y una parte que depende de tu miedo a los otros y a ti misma. Martín Gaite reescribió una caperucita roja deliciosa con una abuela inadecuada, una madre limitada, una ciudad que son muchas, la magia de los cuentos infantiles y ese aire de invierno e historia navideña. Esa ilusión en varios de sus sentidos. La ilusión de que hay cosas que siempre siempre estarán en nuestra mano si queremos que lo estén. Pocas pero las hay.
Un crítico mediocre dice haber leído este libro pero él opina que es una “hábil narradora de ficción”. Y a mi me gusta que eso pase. Me da la sensación de que hay un club de gente que se comunica en clave. Y me gusta estar en el club de Doña Carmen. Y que, como en los cuentos, la diosa sea capaz de hacernos llegar mensajes valiosos que los críticos rancios ni intuyen.
Otra especie de cuento o fábula es La trenza. Que entrecruza la vida de tres mujeres con tres contextos y momentos vitales diferentes. Una sencilla muchacha italiana que nunca se ha parado a pensar sobre su vida, una paria India que no puede parar de pensar en como evitarle a su hija los sufrimientos y las humillaciones que vive, una prestigiosa abogada que no tiene espacio en el cerebro para nada que no sea ser un hamster en una rueda. Ascender laboralmente. Demostrar que es casi casi casi un hombre. Pero el casi nunca es suficiente.
Tres mujeres. La muerte, la enfermedad, el amor. Lo simbólico del pelo. Todo cruzándose. Un libro sencillo, fácil de leer, bonito, agradable. Dulce incluso. Esperanzador con la esperanza de la sororidad, de esa capacidad de la que hablaba Martín Gaite para sobreponerte al miedo y cambiar lo que está en tu mano cambiar. Y empezar por hacer algo por las otras.
Puede que lo contrario que Ginzburg que en “El camino que va a la ciudad” y el resto de cuentos del volumen, escribe de lo inevitable. Como suele. De lo que no está en tus manos y determina tu vida y hace imposible cualquier forma de felicidad. Ese presunto destino ineludible de los que tienen todas las condiciones previas en contra. Ese desasosiego. Y sin embargo leer sus relatos te da ganas también de buscar salidas a laberintos. Porque sabes qué te espera si te quedas encerrada esperando que alguien venga y te rescate. Morirte de asco y de pena.
La prota de “La dependienta” podría haber leído a Ginzburg. Es una mujer japonesa con una personalidad en algún punto del espectro autista. Que encuentra maneras de encajar en el mundo a pesar de que al resto del mundo se nos da fatal ayudar a los “diferentes” a encajar. Y sobre todo encuentra la manera de entender su tristeza, su desazón y su infelicidad y enfrentarse a ellas de maneras sorprendentes. Es un libro irónico e hilarante que cuestiona las ideas de “normalidad” y “salud mental”, cuestiona los criterios que nos explican a las mujeres cómo debemos vivir (búscate un novio, cásate, sé madre) para ser aceptadas y lo hace con un sentido del humor delicioso. Murata ha escrito un libro para que no se nos olvide que una de las cosas que está en nuestras manos casi siempre es la risa, la capacidad para reírse una misma de su propio absurdo. Y que la risa sienta bien. Al cuerpo, a la piel y al espíritu.
Mitford lo sabía también. Mientras seas capaz de reírte de lo absurdo de tu mundo estarás relativamente a salvo. Significará que eres capaz de mirar ese mundo y entenderlo. Y llegar un poquito más allá.
Nancy contaba su propia vida y la de sus hermanas novelada y teatralizada. Exagerando lo descacharrante. En el fondo, otra vez, “mujeres poco convencionales” y esa sensación de las lectoras de que las mujeres convencionales, esa presunta norma, no existen ni están por ninguna parte ni interesan lo más mínimo a la gente que merece la pena. Las únicas mujeres relativamente convencionales que conozco están hechas polvo. Medicadas, apagadas, infelices, hartas y en esa incomprensión de quien “lo ha hecho todo bien” y sin embargo vive una vida que está entera mal. La disonancia cognitiva. El personaje de “A la caza del amor” es justo lo contrario. Haciéndolo todo mal resulta estar bien. Estar cada vez mejor en su cuerpo, en su mente, en sí misma y con el mundo. Y eso, en la Europa que se despeñaba hacia la Segunda Guerra Mundial (otra vez aquellos tiempos este verano) no dejaba de tener su mérito.
Al borde del mar hay que leer siempre alguna novela “de misterio”. Esto va así. A falta de una he leído dos. Mi adorada Tey y su “Un chelín para velas” demostrando un libro más todo su enorme talento para crear personajes complejos que te crees, que te llevas de recuerdo como recuerdas la gente con la que compartiste una excursión organizada, un seminario de algo. Las caras borrosas, los nombres equivocados pero la impresión de cómo era, qué hicieron, fresca en tu cabeza. En este libro además de los personajes, Tey se las arregla para hacernos un cuadro impresionista que puedes hasta oler, sobre los veranos en la costa británica. Esa especie de descanso teatral como de malos actores que nos choca tanto a los habitantes del sur de Europa. No sé si me explico.
Pero nada de esto importa cuando conoces a Erica Burgoyne. Resulta que Hitckok adaptó esta novela en 1937 (Inocencia y Juventud) y reinterpretó a Burgoyne de una forma a la vez divertidísima, insoportable y totalmente comprensible. Me imagino el desconcierto de aquel hombre ante esa joya de personaje “femenino”. Cómo se retrata la dulzura decidida, la valentía discreta, la libertad preocupada por los que le importan de esa chica joven e independiente que se encariña y cuida y se ocupa y a la vez parece capaz de mandarte a la mierda siempre que sea preciso. Burgoyne se parece a muchísimas mujeres que conozco en muchas cosas. No recuerdo haber leído un personaje ni parecido a ella jamás en el canon.
Total. Hay que leer misterio. Y hay que leer a Tey.
Y además hay que leer hallazgos raros. “El exlibris de Coleax” es la única novela para adultos que escribió Agnes Miller. Dice mi padre que le ve como defecto que hay personajes poco desarrollados y que es todo un lío. Yo creo que es algo que Miller hace a posta. Irónicamente. Las dos protas están perfectamente perfiladas, detalladas, claras. Ellos, en cambio, se deslavazan. Como cuando lees una novela del canon y las ellas no tienen ningún peso ni enjundia ni nada y son simples macgufin. Accesorios que hacen avanzar la trama. Yo leí eso. Leí mucha ironía en esa novela. Me reí mucho con la sensación de que la novela es un experimento. Una broma muy en serio. Un, ¿podría yo escribir una novela de esas con un misterio, muchos giros argumentales innecesarios pero divertidos y un montón de personajes mascuilinos de relleno? Y oye, igual ella estaba escribiendo todo muy en serio. Pero si tuviese que apostar yo diría que no.
Tras los misterios decidí viajar a África. A la Nigeria del comienzo de la dictadura que nos ha contado Adébáyọ̀. A un mundo donde las mujeres eran empresarias, tenían sus propios negocios pero a la vez subían una montaña para dejar que un gurú hiciese rituales raros con ellas con tal de ser madres. Las mujeres empresarias e independientes tenían que ser madres. Parir. El vientre fértil. Todo ese rollo es siempre igual en Nigeria y en Sebastopol y en esta España donde a un montón de feministas las grandes editoriales y los grandes medios les pagan por explicarnos al resto que se puede ser una madre abnegada y clasicorra y a la vez ser moderna y feminista y ultracomprometida con la lucha justa. Y hablar todo el rato de lactancia porque el cuerpo y te atraviesa y todo muy bien pero a mi me huele ya a propaganda para nuevos públicos. Como no os vais a tragar las tonterías habituales tenemos que inventarnos otras. Las que sean. Tenéis que comprar la maternidad como un hito irrenunciable. Parir a nuestros futuros soldaditos, nuestra mano de obra precaria que aumente las plusvalías.
Respeto mucho a las mujeres que deciden ser madres. Que piensan en ello y nos lo cuentan y dicen eso de lo que nadie habla. Que el problema no es la lactancia ni el insomnio. El problema es tener en tus manos la educación de futuros adultos sin saber muy bien todavía qué clase de adulto deberías o quieres o puedes ser tú. Y de esas madres conozco muy pocas. Muy muy pocas. Conozco a muchas que le llaman feminismo a hablar de lo de siempre como siempre pero añadiendo al principio y al final “yo como mujer feminista” y eso no es. No me parece.
Me interesan las que hablan de la tribu, de la crianza como una responsabilidad social, de los problemas que los adultos ponemos a los niños para desarrollarse, de esa tendencia que tenemos todos de intentar que los niños con los que nos relacionamos sean una versión mejorada de nosotros mismos. Poner en sus cuerpecillos y en sus pequeñas mentes todo el peso de nuestras frustraciones y no al revés. Me interesan esas. Y algo de eso hay en Quédate conmigo. En parte porque cuestiona también la hombría entendida como la capacidad para “esparcir tu semilla y repoblar la tierra”. La potencia, ya se sabe, tiene que ver con la velocidad y el esperma. O era el tocino? No sé. Total que como novela me ha parecido prometedora para ser una “ópera prima” que dicen los cursis. Pero me ha interesado más lo que promete su forma de mirar. Adebayo no me parece una literata brillante. Pero sí me parece una mujer inteligentísima con una capacidad muy por encima de la media de entender lo que subyace en lo que vemos. Y solo por eso ya merecería la pena seguir su carrera. Creo yo.
De Lara Moreno ya escribí desmedida a principios de verano. Tuvo una jaula y yo una noche entera leyendo ese poemario. Tendré siempre esa noche de verano. Esa sensación de las venas y las arterias palpitando.
Pero quería acabar este repaso con “Departamento de especulaciones”. Mi apuesta del verano. Ese librito que se vino a casa conmigo siguiendo un criterio de pensamiento mágico muy parecido al que seguí con “La mucama de Omunculé” de Rita Indiana el año pasado. Y como el año pasado ocurrió la magia. Algún día entenderemos los procesos físicos que nos conectan con otras mentes. Que salvan las distancias y los comportamientos de todas las leyes del Universo que creemos dominar. Algún día. Mientras tanto le llamaremos magia. La magia me ha conectado este verano a una mujer narrando el amor y el desamor, el hastío. Los matrimonios que se desintegran porque quizá nunca tuvieron o quizá no supieron conservar lo definitivo. La complicidad. Narrando sin narrar. Dando saltos por anécdotas. Ironizando. Usando el sarcasmo, la desnudez, la verdad cruda, la mentira adornada. Usando cada recurso y cada palabra que tiene para contar la misma historia de siempre desde todos los ángulos que nadie elige nunca en la literatura. Salir del canon me ha hecho entrar en estos territorios inexplorados. Ser adicta a esta forma de sorpresa. Leer un libro pequeñito y saber que lo releeré más adelante. Otro verano. Algún invierno. Quién lo sabe. Buscando todas las esquinas que no doblé esta vez, todas las cosas que no entendí, que no capté, que omití, que sobre-expliqué. No lo sé. Los libros buenos, ya lo he dicho antes, envejecen contigo o crecen contigo o cambian contigo. Se quedan. Tuve muchas ganas de volver a leer Nubosidad Variable tras terminar este libro. No tienen aparentemente nada que ver. Pero Nubosidad Variable fue, definitivamente, la semilla de este juego mío. De estos #librosparaverano. Lo leí en la misma playa del Cantábrico. Cuando no existía tuiter. Recuerdo cuándo lo terminé. Atardecía. Mi familia esperaba por mi. El cielo se estaba poniendo preocupantemente gris y el viento había virado gallego. Amenazaba lluvia. Terminé de leerlo envuelta en un pareo o una toalla. Sentí que conectaba con una mujer que hacía muchos años estaba muerta. Que sigue viva. Sentí algo parecido con Offill. Solo que Offill está viva y publica el año que viene novela nueva. Y yo me pregunto si seré capaz de esperar hasta el verano. La novela que está a punto de salir se llama, claro, weather. Y quizá hable de la nubosidad variable. Quién sabe.
El verano del casi milagro (casi me los leo todos, casi me enamoran todos) no habría sido posible sin todas esas personas que seguís año a año haciendo listas de libros y posibilidades para mi. Jugando conmigo. Gracias por la complicidad, la paciencia, el tiempo que me dedicáis.
Espero que sigáis aquí el año que viene. Porque cuando os canséis de jugar conmigo no sé cómo voy a ser capaz de encontrar sin vuestra ayuda todas estas joyas que me dáis.
Nos vemos en 2020. Haga el tiempo que haga en verano...