Yoga (otra vez)
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“Colocas tu mente como tu cuerpo. Con calma. Firme”
Eso dijo. Y yo pensé en mi frase de la semana pasada que no tenía nada que ver con el yoga: “ya lo colocaré en algún lado pero ahora estoy fatal”
Y pensé también en que el yoga es siempre así: una no entiende nada, parece que nunca será capaz de llegar a ninguna parte, poco a poco intenta pensar de otra manera. Desde otro sitio. Hay una cosa con las fuerzas. De dónde tiras, qué se estira. Dónde empieza el movimiento y qué cambia si lo arrancas dos centímetros más abajo, con qué haces palanca. Cómo apoyas las piernas en la colchoneta. Qué se desbloquea, dónde cruje y donde gusta.
En el fondo son nociones básicas de esas leyes de la física que se estudiaban en el instituto y de pronto se convierten en otra cosa. Dame un punto de apoyo y moveré el mundo. Y giraré mi tronco 220 grados. Aproximadamente. Y un día eso es fácil. Ya no duele. 230 grados. Tampoco duele. Puedes respirar ahí un minuto entero. Él te mira, sonríe. Te das cuenta justo entonces. Ya no duele. Respiras normal. Eres capaz de devolverle la sonrisa. De disfrutar de la torsión, del giro que te parecía imposible.
Es algo así con la decepción. Con la ira. Los duelos. Con todas las heridas que se hacen cicatrices, dejan marca. Y un día ya no duele y un día ya no importa o importa lo que sirve y da igual lo que ensucia. Y un día, sin darte cuenta, eres capaz de respirar normal, sonreír. Has colocado las cosas de otra forma y todo vuelve a encajar.
La semana pasada en un estiramiento de cadera de pronto me giré y nos miramos. Y tuve ganas de llorar. Muchas ganas de llorar. Él respiró y fue como si se tragase mis lágrimas enteras. Para que yo pudiese seguir respirando en la postura. No sé explicarlo de otra forma. Se tragó mis lágrimas respirando por la boca. No llegué a las invertidas. Siempre llego a las invertidas. Son mi parte favorita de la clase. Sus pies junto a mis manos. Susurrando.
El domingo hacía en la clase demasiado calor. Se desmayó una persona, salió otra, yo aguanté. Mis saludos al sol fueron un desastre pero resistí y él asentía con la cabeza. Siempre sabe cuando haces todo lo que puedes. Tuve miedo al camello hasta que le vi la cara. A veces cuando estoy triste el camello me hace llorar. O me hacía. No sé. Creo que diez años después algo ha conseguido enseñarme.
No negarte lo que sientes es la clave. Supongo. Y entonces el plexo solar se abre y hay esa paz de la conciencia tranquila. Esa certeza de que todo irá encajando a pesar de todo. Esa certeza de no tener demasiada prisa.
Allá quienes entiendan que es una debilidad expresar lo que sientes. Peor para ellos. A mi me parece una fortaleza. Es algo que me ha costado hacer, que va contra la naturaleza de la educación que he recibido. Que solo me ha traído cosas buenas.
Allá quienes utilizan eso o intentan utilizar eso en tu contra. No es tan fácil. No lo es aunque lo parezca. Se pierden muchas energías disimulando (mal) las cosas. Y a mi siempre se me dio fatal disimular. Ya no lo intento. La vida me cansa mucho menos desde que ni lo intento.
Hoy, diez años después, por fin he entendido de qué va eso del Kapalabahti. Él no se desespera nunca y mira que soy lentísima muchas veces. Casi todas las veces. Lo sabe. Sabe también que tengo muchísima paciencia y que siempre sigo intentando lo que merece la pena.
Colocas tu mente como tu cuerpo. Con calma.
Es la forma elegante de decir que soy muy lenta. Pero qué más da. No se va ningún tren. La vida no funciona así exactamente. Amar la trama.
Y es verdad que soy lenta. A veces parece que no estoy avanzando nada si no te fijas. Pero él siempre se fija.
Hoy, diez años después, he entendido por fin de qué va esa respiración tan rara y todo ha cambiado después. Espero volver a conseguirlo en la próxima clase, pero no lo sé, porque solo dos veces en todo este tiempo he conseguido ese punto de luz cambiando de color con los ojos cerrados. Ese estado tan extraño y tan parecido a la mente en blanco. Eso que se llama estar presente. Meditar. Algo que mucha gente confunde con una cursilada new age, mucha otra con un estado alterado de conciencia y que en realidad es más bien no dejarnos arrastrar por las prisas en las que hemos crecido.
Nací en 1980, en eso que llamamos Occidente. Eso significa que me enseñaron que una siempre tiene que estar buscando algo, llegando a alguna parte, planeando algo futuro o rumiando algo pasado. Parece que disfrutar de lo que tienes, de lo que eres, de dónde estás, de con quién estás, es un derroche. Una pérdida de tiempo. Una estupidez.
Parece que decir: estos 5 minutos he conseguido estar solo aquí, solo ahora, sin pensar en nada más que en esto, es ser una simple, una tonta.
Me da igual. Han pasado 12 años desde la primera vez que entré en una de sus clases y supe que hay una forma de yoga que me hace bien por doscientas razones que no sé explicar del todo bien. Que no necesito explicar.
Vivo en eso que llamamos Occidente. Es 2023. Llevo años escuchando ese soniquete de “los cuidados en el centro” y sé que casi siempre es mentira, que es todo un slogan, porque tengo gente alrededor que nunca me dice nada de los cuidados en ninguna parte, se limita a cuidarme. Y a veces cuidarte es caminar despacito a tu alrededor. Y otras veces es recordarte cómo funcionas. Recordarte que colocas tu mente como colocas tu cuerpo. Con calma.
Cerrando mucho la a. Alargando mucho la ele. Calma. Y de pronto la media luna me parece fácil. Algo ha hecho click doscientas veces en hora y media. A veces las cosas que se colocan lentas encajan todas a la vez como una especie de milagro.
No sé qué pasará la próxima clase. O sí. Que lo haré lo mejor que pueda. Y estará bien aunque sea un desastre.