🌹 Plaisir de fleurir de Monique Bastiaans
La obra, objeto de nuestro análisis, es una instalación titulada “Plaisir de fleurir” de la artista belga Monique Bastiaans. Artista que actualmente reside en la montaña de Chiva, muy cerca de la ciudad de Valencia, en pleno contacto con la naturaleza, de la que se nutre gran parte de su obra. En este caso, la obra es una instalación, creada exprofeso y situada en el emblemático espacio de la Sala Parpalló, inserta en el monasterio de monjas Trinitarias, famoso entre otras cosas, por el espectacular tondo de cerámica atribuido al artista del renacimiento Luca della Robbia. #críticaArte
Fuente foto: https://moniquebastiaans.com/obra-ficha/plaisir-de-fleurir-2/?portfolioID=12232
La instalación, basada en principios estéticos inspirados en la propia naturaleza, algo muy característico de esta autora, emplea curiosamente en esta recreación de espacio, objetos creados con elementos y materiales que provienen de la revolución industrial, hierros, resinas, látex, silicona, fibra de vidrio, ventiladores, luces eléctricas y como único elemento verdaderamente natural, el agua, la gota de agua, eso sí, amplificada a través de un equipo de micrófonos y audio de alta fidelidad. Se trata, por tanto, de una asociación de formas, y obviamente no de materiales.
La instalación, compuesta de distintas piezas situadas a lo largo del espacio rectangular de la sala, con el eje central del artificioso estanque, y el cenit del recorrido perceptual situado en el testero del edificio, a modo de viejo altar, gigantesca flor y enorme altavoz, después hablaremos de esta analogía que al menos yo he percibido y que considero bastante evidente, ha estado expuesta entre los días 21 de diciembre de 2007 al Día de Reyes de 2008, justamente un exquisito refugio de espiritualidad para días tan exasperantes, aunque quizá algo breve. La obra ha contado con la colaboración de Jordi Pla en la iluminación y Leopoldo Amigo en el sonido. Al tratarse de una instalación en la que el propio espacio expositivo se desarrolla como objeto en sí mismo, y más teniendo en cuenta que se trata de una obra creada por y para ese mismo espacio, lo escultórico y lo expositivo, el objeto y el espacio, se funden irremediablemente frustrando cualquier intento de segmentación perceptiva. El espacio, concebido en principio como un interior, y presentado todo él dentro del estricto, austero y monacal habitáculo del antiguo refectorio del Monasterio, por su propia naturaleza simbólica y por sus características formales y compositivas, se nos presenta como una recreación de un espacio exterior, un jardín.
Ya hemos hecha referencia a la importancia que juega la naturaleza en la obra de esta creadora, no solo como inspiración formal, como en este caso, sino que una gran parte de su obra se desarrolla en un entorno natural. Un espacio creado, intervenido, en el que lo estrictamente plástico, objetual, se completa con la instalación de luces y el envolvente sonido, ambiente creados también para la ocasión. Y aunque el espacio a primera vista, y para un ojo quizá poco entrenado, pueda parecer simplemente ocupado, debido a la individualidad y enorme presencia de cada uno de los objetos, estos pierden sentido fuera del conjunto y del espacio ambiente creado, sería algo tan agresivo como arrancar una flor del entorno de su jardín y pretender que brillara de la misma manera en una vieja maceta de terraza. Al tratarse de un espacio creado, los puntos de vista se multiplican por doquier, se recorren, de hecho, se penetran, ya que uno mismo acaba formando parte de la propia obra, pasea literalmente por ella, no la observa pasivamente, la vive, la percibe, la siente, tal cual sucede cuando paseamos por un verdadero jardín, pero en este caso, aún más sugestionados, por unos elementos creados para ese fin.
El sentido de tridimensionalidad se presenta, pues completo, solo condicionado por el espacio rectangular del refectorio y por esa mirada dirigida hacia el objeto que centra nuestra mayor atención visual, desde el mismo instante en que atravesamos la cortina verde que nos introduce en este universo floral, La Gran Hermana, así se titula esta pieza, parece ser que en referencia a las monjas que todavía habitan el colindante convento del que fue arrancado en su día este espacio.
El juego de contradicciones aparentes es llevado a cabo, esta vez a través del uso de materiales rígidos, industriales, al que ya nos referíamos en la introducción. Materiales supuestamente frágiles, aparentemente frágiles, asociados visualmente a la propia suavidad y fragilidad de las flores a las que hacen referencia, y que, sin embargo, tras una aproximación táctil nos hacemos conscientes del engaño, en una maniobra de evidente intención sorpresiva, la rigidez de aquello que debía ser blando, el radical origen industrial de lo que debería ser natural, la rugosidad de lo que se supone suave, la frialdad táctil de lo aparentemente cálido a través del color. El único guiño de suavidad material y táctil real, lo encontramos en otra de las piezas de la instalación compuesta por una falda al vuelo impulsada por dos potentes ventiladores que surgen desde el suelo en lo que parece ser una alusión a la falda del icono contemporáneo de Marylin Monroe , aunque personalmente considero que existen muchas más implicaciones comunicativas y perceptivas que desarrollaré en el estudio crítico final. La luz forma parte esencial de la estructuración de esta obra. Prescindiendo prácticamente de cualquier atisbo de luz natural, devolviéndonos de nuevo ese juego contradictorio entre lo aparentemente natural y lo artificial real, paradoja resuelta a través de la experiencia del sentimiento provocado.
Estudio lumínico artificial y cuidadosamente estudiado que genera juegos de sombras y zonas de penumbra en las que nuestro propio cuerpo en movimiento proyectado sobre el suelo se engarza armónicamente en el conjunto estético presentado. Desde que hemos iniciado este análisis, hemos entendido la obra como un conjunto estructural único, no como una sucesión de objetos y elementos situados de una determinada manera, considerando por tanto la obra como pura composición, pura articulación del espacio, en este sentido, la importancia de la composición es fundamental, lo es todo. La obra, construye una estructura de ritmos, en ocasiones regulares, en otras irregulares, incidiendo en la propia dimensión perceptiva que tenemos en nuestro encuentro con la naturaleza, en la que nos movemos, cómoda, plácida y libremente, pero acunados por el sonido del agua al caer y la música que surge de todas partes. Quizá, La Gran Hermana, como centro de atención visual más marcado, por su propia ubicación, y sobre todo por mostrarse sobredimensionada. Personalmente considero fundamental, más si cabe que el propio análisis formal, que no deja de ser una argumentación algo gélida, el proceso de interpretación y aproximación crítica hacia la obra de arte. El ejercicio de la crítica, obliga previamente a inmiscuirse en la obra, a penetrar en lo más profundo de sus intersticios, a exhalar su perfume hasta casi emborracharse, aspecto muy apropiado teniendo en cuenta la obra de la que se trata, que contaba incluso con el perfumado real de la propia sala. Se trata en definitiva de envolverse de la obra en un sentido de experiencia casi mística y profundamente vital, ni más ni menos que aquello que denominamos experiencia estética.
Como muy sabiamente nos recordaba Román de la Calle una y otra vez en sus clases, no es posible el ejercicio de la crítica sin haber pasado antes por la experiencia estética, y obviamente, ese ejercicio crítico puede abordarse de muy diversas maneras, la mía, que no es tan mía, ya fue argumentada y afirmada con fuerza por el genial Oscar Wilde en su breve, pero iluminadora obra El crítico como artista, concibiendo el acto de la interpretación crítica como un acto propiamente creativo, y por supuesto, en absoluto objetivo, supuesto que comparto categóricamente cada día más con él. Veamos, pues, esta pequeña interpretación, creadora y subjetiva, surgida de mi experiencia y encuentro estético con la instalación de Monique. Comenzando por el propio emplazamiento de la sala, este ya empieza a estar impregnado de espacios de la memoria estrechamente vinculados a mi pasado, justo pared con pared, con el centro escolar en el que cursé mis estudios básicos. Imbuido de viejos recuerdos, entro en el espacio jardín propuesto por la artista. El viaje espiritual que nos propone, comienza nada más atravesar esa frágil cortina verde que no supone impedimento físico alguno, ni siquiera visual, pero que actúa eficazmente de frontera, de puerta entre dos mundos, el mundo exterior de la naturaleza artificial y el interior del artificio espiritual. Cuando uno atraviesa esa puerta, ha de dejar atrás el mundo del que proviene, ha de convertirse en un hombre nuevo que se deja levitar en un mar de sensaciones. Los objetos nos hablan, solamente hay que saber escucharlos, la música y la luz hacen el resto. Y es así como nos introducimos de lleno en este idílico jardín perfumado del espíritu. Un perfume que no huele, que es inodoro al sentido del olfato, porque lo que pretende embriagar es nuestro espíritu, y efectivamente, lo consigue.
Dejándonos llevar por la luz y el espacio, como si paseáramos por los jardines de nuestra propia mente, nos encontramos con esas flores cerradas en forma de capullos en aparente frágil suspensión, como recordándonos nuestro propio origen, su fragilidad, su nexo de unión a la vida reducido a un simple filamento que resiste con fuerza el tirón gravitatorio, aquel que nos devuelve de nuevo a las entrañas de la tierra, a la muerte. En su centro, a modo de estanque, a modo de origen y alimento de la vida, el agua, pero también a modo de implacable reloj que marca el paso del tiempo con cada gota que cae inexorable y sin perdón, como un tit tac incesante, que nos recuerda que está ahí sin remedio, que a cada gota, la flor está más cerca de la tierra, de su lápida. En una misma línea de experiencia de vida, del origen de la vida, y con una connotación claramente sexual, surge esa flor rosada en forma de corazón invertido, pendiente en el aire, sin tallo que la una al suelo, inestable, por tanto, como el propio amor que parece estar atado por lazos invisibles, y que se nos manifiesta como una gran vagina atravesada por un estambre, asociado claramente al pene masculino.
Como contrapunto más marcado, encontramos, la falda, movida por el viento, en la que algunos han querido ver una alusión a Marylin, tal vez como icono de una cierta femineidad, quizá remarcando por analogía la asociación de la flor con el universo femenino. En cualquier caso, el ritmo ondulante y sensual de las ondas en movimiento, refuerza esa sensación y nos acoge como el mayor atisbo de vida de todo el conjunto. Finalmente, La Gran Hermana, esa enorme flor en la que casi podemos penetrar y que parecía estar previamente anunciada por las columnas de trompeteras flores amarillas, preside la estancia, como gigante altavoz del pensamiento y del sentimiento, como cueva sobre la que reverberan los ecos de nuestros gritos, de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos, como madre que los acoge a todos ellos y nos protege entre sus brazos, dotándola todo ello de una clara fuerza e identidad femenina. Atravesamos de nuevo el umbral de la cortina verde, dejando atrás este jardín del sentimiento al que nos enfrentamos completamente solos, con la certeza de que jamás volveremos a verlo, pero con la seguridad de que nunca lo olvidaremos, quizá como un primer amor que dejamos atrás. Sin duda una visita disfrutada.
© Ricard Ramon.
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