El limpiador de patios
— ¡Hola! ¿Tú quién eres? ¿Limpias los patios? ¿Eres nuevo?
Juan tenía delante suyo a un niño de unos nueve años. La cara salpicada de pecas y una enorme sonrisa, a pesar de que aún no eran las ocho de la mañana. Iba cargado con una enorme mochila en la espalda y un balón en las manos.
—¿Qué tal? Soy Juan. Limpio los patios y soy nuevo, sí—, le respondió.
—Pues yo me llamo Beto y siempre soy el primero en llegar. Mi padre me deja muy pronto porque ha de ir a trabajar. Luego llegan Toni y Sergio. ¡Mira! Ahí vienen. ¡Adiós! ¡Nos vamos a jugar!— Y desapareció como por encanto.
Soltó el chorro de palabras con tanta rapidez que no dio tiempo a Juan a decirle nada más. Se preguntó cómo era posible correr a aquella increíble velocidad con el peso que llevaba. Tampoco sabía todavía que los niños suelen hacer tres o cuatro preguntas a la vez, o te sueltan información que no has pedido y desaparecen como rayos en una tormenta de verano, sin esperar las respuestas. Algunos, aunque no son conscientes de ello, quién sabe si lo aceleran todo para llegar cuanto antes al mundo de los adultos. Beto salió disparado a recibir a sus amigos.
Hacía frío y apenas había luz, pero el trío de recién llegados se lanzó tras el balón sin que nada más pareciera importarles. Eran los encargados de romper cada mañana la calma que no volvería hasta pasadas las ocho de la noche. Después, a medida que un tímido sol se imponía, los patios, dos enormes zonas delante y detrás del colegio, se iban llenando de chavales de todas las edades, hasta que a las nueve menos cinco el timbre, que era la fatídica señal para que todos fueran ocupando su lugar en las clases, rompía la magia de las primeras horas del día.
Solo cuando el patio quedó desierto Juan, el limpiador, completó la primera limpieza del día. Apenas unas hojas y algunos papeles. Entonces se fue a desayunar.
Lo que sucedió a las once nunca lo hubiera podido imaginar. Sonó de nuevo el timbre, aunque esta vez su voz era alegre. Avisaba a miles de impacientes muchachos que la hora del recreo por fin había llegado. Los más pequeños, entre tres y siete años, empezaron a salir de sus clases. Bajaban las pocas escaleras que les separaba del patio en relativo silencio. Aunque es cierto que algunos gritaban, sus pies, debido a su rapidez y a su escaso peso, apenas parecían tocar el suelo, por lo que casi no hacían ruido. Más que correr se deslizaban por los escalones, flotaban hasta alcanzar su patio. En cambio, con los más mayores la cosa era distinta. Todo el edificio, sin excepción, se puso a temblar, como posiblemente sucede cuando empiezan ciertos terremotos en el Mediterráneo. De las clases salieron en tropel cientos, miles, tal vez millones de muchachos que en lugar de hablar gritaban, reían, corrían, se empujaban, desenvolvían los bocadillos del desayuno y se precipitaban por las escaleras a la máxima velocidad que sus piernas les permitían. Se agolpaban unos breves instantes en la gran puerta que daba acceso al patio y de ahí se desparramaban en todas las direcciones posibles, muchos con sus balones, para ocupar de inmediato las canchas de fútbol, de baloncesto, y todos los rincones del patio. Seguro que el big bang con que se inició el universo debió ser algo parecido.
Ninguna posibilidad de limpieza hasta que el recreo terminara. Juan se colocó en un rincón para observarlo todo con gran interés. Una pequeña parte del patio estaba cubierta. Ahí se instalaban los más tranquilos, que desayunaban con calma y hablaban en pequeños grupos. Pero era pocos. El resto ocupaba todo el patio, en forma de ele. En una única cancha de fútbol se disputaban cientos de partidos distintos. Cada portería con su grupo de porteros; uno bajo los palos y los demás esperando que el equipo contra el cual jugaban se presentara con el balón dispuesto a marcar. A veces, varios porteros ocupaban simultáneamente la portería. En la otra parte de la ele, la cancha de baloncesto, ocurría lo mismo, aunque ahí la densidad de población deportiva era menor. El patio destinado al fútbol lo cruzaban dos pistas de minibasket, cada una de ellas también con sus correspondientes partidos. Golpes, caídas, encontronazos, faltas, pequeñas peleas… era el desorden más ordenado que jamás había presenciado, porque no parecía que nadie se hiciera daño. En cada esquina, por turno semanal, un par de profesores charlaba y parecía vigilar todo lo que acontecía. Ante la imposibilidad de cruzar el patio, si alguna vez sucedía algo serio, como no solía producirse delante de sus ojos, los encargados de ponerles sobreaviso eran ciertos alumnos especializados en este tipo de quehacer, aunque realmente pocas veces ocurrían cosas que los profesores tuvieran que estar informados. Los litigios se solucionaban entre alumnos y, tras la media hora preceptiva de patio, casi todo quedaba olvidado. Por lo menos hasta el siguiente recreo. A las once y media volvió a sonar el timbre, esta vez para avisar que las clases empezaban de nuevo. Poco a poco todos, la mayoría sudorosos y acalorados, fueron subiendo a sus pisos respectivos, con bastante menos ardor que en la bajada. Algunos, los más osados, aún apuraban el tiempo de desconexión y seguían con sus partidos hasta que ya casi todos los demás habían subido. Luego la calma se adueñó, de nuevo, del patio.
Le costó unos minutos recuperarse de aquella explosión de alegría desbordada, solo interrumpida por la llamada trágica del timbre que obligaba al regreso a las clases. Pero no tardó en volver a la realidad al ver en qué se ha convertido el suelo del patio que había dejado limpio apenas media hora antes. Decenas de cientos, tal vez miles de papeles que parecían llegados de todas las partes del mundo, de envoltorios de chocolatinas, de bocadillos apenas mordisqueados, de pieles de fruta, de envases de cartón de zumos medio consumidos y una infinidad de cosas más estaban esparcidas por toda la superficie del área de juego. Tan sólo las papeleras, colocadas estrategicamente por todo el patio, quedaban libres de desechos. De modo que tuvo que volver a limpiar todo el recinto. Lo que no sabía es que, tras el recreo de mediodía todo volvería a repetirse, aunque por suerte en menor intensidad. No hay duda, pensó, limpiar un patio de colegio era lo más parecido al tormento de Sísifo.
El recreo del mediodía tuvo, con alguna que otra variación, la misma intensidad. Lo más relevante fue que se prolongó dos horas. La actividad frenética de los alumnos era igualmente constante y solo se veía interrumpida por las llamadas a los cursos a que fueran acudiendo a comer. Los más ávidos de ejercicio solían despachar su visita al comedor en unos diez minutos, tras lo cual reanudaban los partidos sin apenas descanso y sin esperar a los rezagados, más lentos en comer. A las tres renació la calma y pudo reiniciar su tarea sin molestias. El patio de nuevo salpicado de papeles de todos tipos y colores, como si fuese primavera, mientras las papeleras seguían esperando, sin quejarse, que alguien se acordara de ellas y les diera alguna razón para su existencia.
A las cinco de la tarde se produjo un nuevo aluvión de papeles y restos de bocadillos por el suelo de los patios. Era la hora de la merienda que marcaba el final de la jornada. Menos que por la mañana, pero obligó a Juan a dar un nuevo repaso a toda la instalación con el cubo y la escoba. A los pocos minutos los patios quedaron prácticamente desiertos. Casi todos los ocupantes los abandonaron y se dirigieron a sus casas.
—¡Adiós Juan! ¡Hasta mañana!— era de nuevo Beto el que le hablaba, aunque costaba reconocerlo. Su aspecto limpio, arreglado, peinado con cuidado, con la camisa por dentro de los pantalones y un jersey impecable, de la mañana había sido sustituido por otro con el cabello alborotado, manchas de todo tipo en el jersey y la camisa por fuera, además del cansancio que mostraba su rostro. Mañana, sin embargo, sería un hombre nuevo.
—¡Hasta mañana, Beto!— le respondió Juan.
Algo más tarde aparecieron los que practicaban algún deporte, pero ya no hubo el desorden de los recreos. Los sonidos, los ruidos, todo era diferente. Un par de horas más tarde acabó toda actividad. A la luz del único foco que quedaba encendido dio el último repaso al patio. Guardó los trastos de la limpieza y se dispuso a marchar. Antes volvió la vista atrás y echó un vistazo al patio. El único foco le daba un aire medio fantasmal. Todo era calma. Se quedó un buen rato contemplándolo. Y entonces soñó.
Soñó que veía de nuevo el ajetreo desbordado de los recreos. Imaginó miles de papeles de todas las formas y colores ocupando sus lugares en el asfalto del patio. Vio aquellos cientos de miles de muchachos con sus balones, moviéndose en todas las direcciones posibles sin apenas chocar entre sí. Observó como las hojas de los árboles caían formando espirales hasta ocupar el rincón del patio que les correspondía, gracias a los pequeños remolinos mágicos que el viento creaba al atardecer. Qué contraste, ahora, con lo que ocurría durante el día. Los patios de los colegios no están hechos para estar vacíos. Deberían estar siempre, noche y día, llenos de chavales en movimiento perpetuo. Deberían ser en todo instante espacios para la alegría, las peleas, las conversaciones airadas, los empujones, las carreras y los sonidos. Ser el lugar donde se forjan amistades, aquellas que duran toda una vida, donde los recuerdos permanecen más vivos. De modo que no le gustaba en absoluto como quedaban los patios, ahora, a la luz de un único foco y abandonados a la tristeza. Pero los patios también necesitan descansar.