Paloma con salsa agridulce
Estaba vistiéndome una mañana cuando me llamaron la atención unos ruidos que venían de la cocina. Eran unos golpecitos suaves y rítmicos. Toc, toc, toc… Paraban unos segundos y luego otros toques más. Intrigado fui hasta la cocina y vi una paloma que reposaba en el alféizar de la ventana. Con el pico golpeaba el cristal, toc, toc, toc... Abrí con cuidado para no asustarla y vi que llevaba atado a una pata un pequeño tubo de metal. Se lo quité con cuidado y en su interior descubrí un papel con algo escrito. La paloma se quedó quieta, como esperando una respuesta. Como hacía calor le puse en un pequeño recipiente un poco de agua y bebió con avidez. Al terminar hizo un sonido como dándome las gracias.
De entrada pensé que podía ser un mensaje de Amazon, que avisaban que sería más ecológico utilizar palomas mensajeras en lugar de los drones para la entrega de paquetes, pero enseguida me di cuenta de que necesitarían aves más corpulentas para enviarme el libro que había pedido. De modo que me lo quité de cabeza con rapidez. Se trataba de un mensaje de mi amigo Nicolás. Me informaba que a partir de ese momento nos comunicaríamos utilizando su paloma, que ya estaba harto de que la gente solo lo hiciera por whatsapp, le incluyeran constantemente en grupos en los que no tenía ningún interés en participar, o por el maldito instagram. También se desprendía para siempre del móvil (cosa que realmente consistió en un desprendimiento en toda regla pues lo tiró desde una montaña hasta el fondo de un barranco), que solo le daba quebraderos de cabeza. También, me decía, que para temas más profundos podíamos utilizar el sistema antiguo (sic) de enviarnos una carta. Añadía, finalmente, que le diera agua a la paloma y algo de comer para garantizar su vuelo de vuelta. El agua ya se la había dado y como no sabía lo que comían tuve que mirarlo por internet. Era mi primera experiencia con palomas si exceptuamos los rastros que dejan de vez en cuando en los cristales de mi coche. Así que troceé unos copos azucarados de maíz que se zampó enseguida, tras enrollar el papelito con mi respuesta en el tubo de la pata. Hizo el mismo sonido que antes y antes de emprender el vuelo se cagó en el mismo alféizar. Supongo que debió ser para poder volar más ligera y ahorrar energía.
Dos días más tarde volvió la paloma sobre la misma hora. Sin embargo esta vez vino acompañada con tres más de su especie, pero que no eran mensajeras sino que se habían dado cuenta de la posibilidad de comer y beber a mi costa. Las tuve que asustar para descargar, digo desenrollar, el mensaje, y para que no participaran en el desayuno de la mensajera. Cuando le volví a enrollar mi respuesta, nuevo ruido de agradecimiento y nueva cagada en la ventana, a lo que hubo que añadir la de las otras palomas, posiblemente como castigo por haberles denegado un desayuno al que creían tener derecho.
Mi amigo había sustituido, literalmente, el whatsapp por la paloma, de modo que esta me visitaba tres o cuatro veces al día. Incluso alguna vez la paloma se presentaba en mi ventana sin ningún mensaje, por lo que deduje que se había aficionado a mis corn-flakes azucarados. La utilizaba para contarme o preguntarme cualquier tontería. Y siempre que llegaba también aparecían como surgidas de la nada el resto de palomas a las que no me quedó más remedio que dar de comer y beber. Primero fueron tres o cuatro; a la semana ya eran unas veinte, y al cabo de un mes debían llegar a cincuenta. Todas se instalaban en la ventana y en el balcón que daba a la cocina. Pensándolo bien creo que contaminaban más la mensajera y sus amigas que el móvil que tenía antes de utilizar el sistema, porque me dejaban el alféizar y el balcón hechos un asco. Le escribí una carta convencional para explicárselo pero nunca me llegó a contestar. Como el sello que le pusieron en la oficina de correos tenía que ver con la monarquía y él era republicano quizás rompió la carta sin tan siquiera abrirla. A veces me enviaba la paloma solo para preguntarme cómo estaba o qué tal me había ido el día. Era como una especie de puente aéreo entre la casa de mi amigo y la mía, con el inconveniente para mí que su presencia y la calidad de mis corn-flakes azucarados atraían cada vez a más compañeras que querían comer. Esto empezó a ocasionar las quejas de algunos vecinos que también eran víctimas de los excesos intestinales de las palomas. A los dos meses de utilizar el sistema medio barrio ya estaba infestado de palomas, lo que provocó una reunión urgente en mi comunidad de propietarios para tratar del asunto y no tuve más remedio que asistir. Normalmente este tipo de eventos suelen ser de lo mas aburrido, por eso yo no acostumbraba a ir, pero en este caso fue diferente. Todos, sin excepción, estaban indignados y me echaron las culpas por alimentar a las palomas, pero conseguí que la sangre no llegara al rio. Al final logré calmar a todo el vecindario asegurándoles que solucionaría el problema en el margen de un mes a lo más tardar. Mientras me comprometía a ello la única solución que se le ocurría a mi cerebro, y que no compartí con nadie, era vender el piso y largarme antes de que pasara el mes prometido. Pero, claro, no es fácil vender un piso a las primeras de cambio.
Al acabar la reunión y para poder pensar con algo de claridad me fui a cenar al bar que había en los bajos de mi mismo edificio. Puede comprobar entonces, pues no había entrado en el bar mas que un par de veces desde que vivía ahí, que la nueva moda había llegado hasta mi barrio, o sea, que también estaba ya a cargo de un señor chino y su familia. Creo que, de momento, lo de los chinos es una invasión silenciosa y pacífica. De seguir así de aquí a unos cuantos años todo los bares y muchos negocios más estarán en sus manos. Pero a mi no me importa demasiado porque la verdad es que los chinos que suelen regentar los bares suelen ser de lo más amable y siempre están sonriendo, les digas lo que les digas y aunque lo entiendan a su manera, como aquella vez que en uno de ellos pedí un café con “lichi” y un croissant. Incluso me he llegado a plantear varias veces el ponerme a aprender chino, pero sin éxito. En este caso el chino del bar, además de amable y sonriente, me cambió totalmente la vida.
Me sirvió el arroz con cuatro delicias que había pedido (las tres habituales más gambas) y se sentó, sonriendo, en mi mesa. “Plofesol nelvioso, eh?”, me dijo. Y añadió enseguida: “Tú tlanquilo, yo tenel solución”. Me dijo que le habían comentado lo de la reunión y que quería proponerme un negocio que acabaría con el problema de las palomas. Pensé que como la China ya era de hecho la primera potencia mundial podía ser interesante hacer negocios con un chino. Cuando acabé de comer se sentó en mi mesa y me dio unos sobrecitos. “Tú ponel un poco de esto en ventana y palomas quedal medio dolmidas. Entonces tú cogel palomas y tlael a mí. Yo pagal. Ploblema acabado.
Así lo hice y si he de ser sincero la verdad es que funcionó a las mil maravillas. Dosifiqué los polvos que había en los sobrecitos y cada día le pasaba seis o siete palomas al del restaurante chino, que se llamaba Wang, como la mayoría. Para abreviar la historia solo diré que al cabo de unas semanas los platos de la carta del restaurante habían aumentado de forma considerable. Ahora, a precios realmente competitivos, se podía comer “carne de ave en salsa picante, carne de ave con bambú, carne de ave al limón, carne de ave al estilo cantonés, aunque el plato estrella, algo más caro, era la carne de ave con salsa agridulce que solo se podía consumir bajo demanda previa. Tuve que dosificar al cuestión porque si en pocos días hubieran desaparecido todas las palomas hubiera levantado sospechas en el vecindario. Como mi trabajo de profesor suplente no me daba para demasiadas alegrías y, además, tenía el gasto extra de los cornflakes azucarados, el negocio de las palomas me ayudaba a llegar a fin de mes con una cierta tranquilidad. Hasta que sobrevino la catástrofe.
Tuve que ausentarme de casa un par de días. Como no quería que el negocio se resintiera le dejé las llaves de mi piso a Wang para que cogiera cada día las palomas que necesitara. Confiaba en él. No ocurrió nada, aunque yo ya tenía que haber presentido algo, porque a mi regreso me di cuenta de que hacía un par de días que la paloma mensajera de mi amigo no se presentaba por casa. Mi amigo tampoco daba señales de vida. Recuerdo muy bien que fue un miércoles. Al salir de casa por la tarde vi que el restaurante estaba cerrado y me extrañó. Justo en la esquina había un pequeño grupo de personas, todos chinos, que hablaban y gesticulaban todos a un tiempo. Me acerqué y pregunte si sabían por qué Wang no había abierto. Un chico joven me explicó que un cliente, el viernes anterior por la noche, había encontrado un cilindro de metal en el plato estrella de la casa, o sea, la carne de ave con salsa agridulce. Dentro del cilindro había un papel enrollado con un mensaje que decía “quedamos el sábado donde siempre, a las seis y media”. Había armado un gran escándalo y tuvo que intervenir la policía. Lo entendí enseguida. La paloma mensajera de mi amigo debía haber tomado por error los polvos que Wang puso en la ventana.
A partir de ahí los acontecimientos se precipitaron. El mismo miércoles por la noche se presentó otro chino en mi casa que se llamaba Lee. Me dijo que era el abogado de Wang. Me comentó que no tenía por qué preocuparme, pues no había dicho nada a la policía de donde procedían las palomas y que desconocía que el consumo de la carne de paloma no estuviera permitido. Les dijo que su proveedor era otro chino que, por casualidad, se encontraba en paradero desconocido, es decir, no se encontraba en ningún parte porque, de hecho, ni tan siquiera existía. La policía lo había dejado, de momento, en libertad sin cargos, y la investigación proseguía en búsqueda del chino desaparecido. El señor Lee, me dijo que Wang y su familia habían regresado, aquella misma noche, urgentemente a su ciudad natal, por si las moscas, o mejor dicho, por si las palomas, no fuera caso de que le trajeran complicaciones. Me indicó que si yo me veía en dificultades y quería, me pagaban un pasaje a China y una vez allí podríamos continuar con nuestros negocios.
El destino nunca te pregunta si te gusta lo que ha preparado para ti. Ahora vivo en un tranquilo y agradable pueblo del noroeste de China.