Un café horrible
Llevaba más de dos meses sin salir de casa por el maldito rollo de la pandemia. Los primeros días aún los aguantó bastante bien, no estaba especialmente nervioso, pasaba el día tranquilo arreglando cosas de casa que hacía tiempo que esperaban que llegara su oportunidad. Pero eso solo duró los primeros tres o cuatro días. Después, de repente, los nervios pudieron mas que él y su comportamiento hubiera hecho las delicias de cualquier psiquiatra. Solo pensaba en el día en que por fin pudiera volver a salir, meterse de lleno en los ríos de gente que solían abarrotar las calles, entrar en un bar a tomarse un par de cafés, quedar con algún amigo, en fin, cualquier cosa menos quedarse en casa. Hacía planes continuamente, los deshacía y los volvía a hacer. Se movía como un bicho enjaulado, arriba y abajo del apartamento, una y otra vez. Pero eso fue solo durante los tres o cuatro días que siguieron a los tres o cuatro primeros días en los que su comportamiento aún se había podido calificar como bastante normal. Después cayó en una profunda desazón y se pasaba el día haciendo viajes de su cama al sofa del salón y viceversa. Acabó hasta el gorro de series televisivas y de videoconferencias con los colegas. Pues bien, ahora que por fin ya se podía salir, solo o en pequeños grupos, y el resto de mortales empezaba a ocupar las terrazas de los bares, a él no le apetecía nada hacerlo. Las ganas, acumuladas en esos largos dos meses y medio, habían desaparecido sin dejar rastro.
A pesar de todo, aquel primer día de la segunda fase de la desescalada se vio obligado a salir cuando le llamó su amigo Alain. Quedaron en ir a dar una vuelta por la tarde, sin más, y sentarse un rato en una terraza para tomar un café. La primera parte del plan salió bien. Pasearon un rato sin rumbo fijo y respiraron el nuevo aire que la calle les proporcionaba, casi tan puro como si estuviesen en una montaña. La segunda parte, lo de tomar un café, costó algo más. No había manera de encontrar una mesa libre en las terrazas. Los paseos debían haber agotado físicamente a la gente y todo el mundo se lanzaba a ocupar las terrazas al mismo tiempo.
—Joder, qué desastre, con lo bien que se estaba en casa.
Pero siguieron intentándolo.
—Oye Alain, ¿por qué no lo dejamos estar de una maldita vez?
Pero nada desanimaba a su amigo que continuaba buscando en el horizonte la terraza ansiada como si se tratara de la tierra prometida.
Por fin y aunque no encajaba del todo con lo que buscaban encontraron una y pudieron descansar y pidieron dos cafés, uno corto y otro largo. El largo, para Alain.
—¡Dios mío! ¿Tú crees que a esto se le puede llamar café?, —soltó nada más dio el primer sorbo. Y hasta le cambió el color de la cara por unos instantes.
Alain se encogió de hombros y abrió ligeramente los brazos en señal de paciencia.
—Alain, —preguntó una vez visiblemente recuperado, ¿qué más cosas se pueden hacer en esta segunda fase? ¿Crees que podemos follar, ya?
Alain suspiró profundamente y se volvió a encoger de hombros. Él se quedó dubitativo mientras intentaba darle un sentido al suspiro y el gesto de su amigo.
—Es que me apetecería hacerlo, ¿sabes? Ya sé que me dirás que antes tampoco lo hacíamos y que no sabes a que vienen ahora estas ganas, así de repente. Pero pienso que debe haber un montón de tías con ganas de tener experiencias, digo yo. Quizás ha llegado nuestro momento, ¿no? ¡O al menos, el mío!
Alain volvió a suspirar.
—Bueno, ¡mejor déjalo!
Se quedaron unos minutos más en la terraza, luego pasearon otra vez y alrededor de las ocho volvieron a casa.
—Nos vemos mañana, dijo Alain.
—Mejor dentro de dos meses, contestó él.
Llegó a casa y se tumbó directamente en el sofá.