Patagonia

Voy caminando en soledad por senderos de silencio y naturaleza, sin ninguna preocupación,  sin nada en la mente, sin nadie en kilómetros, miro, siento, escucho y fundamentalmente vivo…

Aquí no hay huellas, no hay caminos, no hay sendas, solo sigo mi instinto, es extraño, tal vez sea la primera persona que pisa este lugar, me siento absolutamente libre, voy descubriendo bellos rincones a cada paso.  Estoy dentro de un bosque de lengas, el que antes fue un antiguo reino de rocas y glaciares hoy ha ido lentamente dejado paso, a los árboles, a los pájaros, a la vida.

Mientras camino me voy hundiendo hasta las pantorrillas en un colchón de hojas secas y restos de antiguos árboles muertos que se apilan unos sobre otros caóticos, sus troncos los ha ido diluyendo el tiempo, nadie retira leña de este lugar tan alejado, no hay senderos y  la madera  lentamente se va integrando a la tierra en paz.

Sobre mi cabeza la copa de los árboles se mueven acompasadamente por el viento, que nunca falta en este lugar. El silencio es intenso, pero de vez en cuando oigo el susurro de algún arroyo, el agua es fría y pura como el cristal, nace de pequeños  glaciares y acumulaciones de nieve en las laderas y  va  bajando, dorada por los rayos del sol, metiéndose entre las rocas, recolectando minerales,  para surgir aquí entre helechos y musgos.

 Veo cerca mío un extraño pájaro, es un Chucao, son de esos pájaros que les gusta más caminar que volar, al lado del agua busca algo, corre piedras mojadas con sus patas, de vez en cuando me observa, estoy  tan cerca que puedo tocarlo, a él no le importa para nada mi presencia, no soy nada para él, sin embargo para mí él es mucho más que un simple pájaro. Largo tiempo permanecí así en ese dialogo profundo, silencioso y ancestral, y sin mediar palabra fui comprendiendo quien era él y quien era yo. Claro que aquel pájaro seguramente ya lo sabría.  No hay forma de atrapar esos suspiros de naturaleza en una fotografía, solo caben dentro del corazón.

Una pareja de cóndores dibujan bellos rizos de libertad sobre el eterno azul de los glaciares, detrás de ellos y como dentro de un sueño etéreo veo las nubes y el granito de esbeltas agujas vestidos de blanco, sueños de un pibe que aún vive dentro mío. Líquenes sobre las rocas, pisadas abstractas que ha dejado el tiempo a su paso en un delgado filo de rocas milenarias.

Se oye un sordo golpeteo, un ritmo hueco, me arrimo con  cuidado y me siento entre los ñires, es una pareja de carpinteros, el de cabeza colorada, algo pensativo y atento se oculta detrás de un tronco y se asoma de a ratos, espiándome, haciendo guardia, ella es negra como el carbón, risueña y totalmente loca, con su pico va dando golpes en el tronco, mientras en una lengua desconocida, parece irle dando instrucciones a su compañero.

Un silencio de paz luego de una gran batalla natural, el estruendo del viento en la oscuridad más absoluta, millones de estrellas, colores de una noche fría, lejana y la felicidad de sentir correr estas montañas por las venas. La lluvia, la más penetrante, esa que te lleva el agua hasta los dedos de los pies. La tibia calidez del sol iluminando los árboles mojados por la mañana, mientras se escurren los mates entre las manos de un amigo.

La montaña es un mundo que está más allá de la contemplación de bellos paisajes, es un mundo de sentimientos ligados a la esencia del ser humano que cada uno llevamos dentro y que muy pocas veces dejamos salir. Sensaciones profundas, emociones clavadas a fondo en el corazón, ese misterio de lo desconocido, esas ansias por descubrir, esa responsabilidad de saberse solo, un mundo donde los ojos ríen y los sentimientos abruman. Las montañas están plenas de pequeños momentos, instantes tan sutiles como llenos de grandes sensaciones que forjan el espíritu y abrazan de calidez al corazón del ser humano.

El esfuerzo de uno no es nada comparado con la belleza de glaciares, esbeltas montañas, bosques y paredes nevadas, ni siquiera el frío, ni la incertidumbre, ni la ansiedad de los días de espera, ni la escalada misma, ni la cumbre de ese sueño. Tal vez nada de eso sea montaña, tal vez sólo sean excusas para llegar a ver esos cóndores, esas aves, para ver una luna inmensa dormirse sobre la cumbre del Torre al amanecer. Para oír el viento de la noche sobre los árboles, para sentir la inmensidad de espacios que otras veces fueron furia de tormenta y hoy son paz y quietud de frio granito y blanca soledad.  Para ver una sola magnifica hora de sol en cientos de horas de lluvia. Ser parte de una hermandad, con aquellos que aman las mismas cosas, los mismos atardeceres, la misma incertidumbre y la misma soledad. Para sentir con el corazón, con el alma, para ser humano, para ser parte de esta naturaleza, que a veces asusta pero también regocija.