Las bibliotecas de Manguel y Marqués
Hay pocos símbolos del saber universal más evocadores que la legendaria Biblioteca de Alejandría
. Tres siglos antes de Cristo, la ciudad fundada por Alejandro Magno era el centro cultural del mediterráneo. Había logrado desplazar incluso a Atenas como el lugar más atractivo al que científicos, filósofos o literatos acudían en busca de maestros, manuscritos o conversaciones que mejoraran sus conocimientos y aprendizajes.
Se cree que fue Demetrio, un discípulo de Aristóteles exiliado en la urbe, el que convencíó al gobernante de Egipto (Ptolomeo I, uno de los generales de Alejandro Magno) de la necesidad de construir un lugar que dotara de material de trabajo a todos esos sabios que se reunían en el no menos mítico Museo de Alejandría
. Había que recopilar todos los escritos del mundo. Algunos investigadores cifran en más de setecientos mil los volúmenes que la biblioteca había acumulado en el siglo siguiente.
A todo imperio le llega su decadencia, y a golpe de sitios (como el de Julio César, donde acabaron fulminados más de cuarenta mil manuscritos) y guerras, la biblioteca languideció hasta que en una invasión árabe el Califa Omar ordenó quemar sus volúmenes a mediados del siglo VII.
El placer y la paz que me dan las bibliotecas (siempre que sean bonitas, no me vale cualquiera) me hace visitar las más bellas de una ciudad en cuanto me bajo del tren. Me encanta investigar y descubrir las más desconocidas. Tengo, claro está, carnets de usuario de unas cuantas, aunque sólo los use una o dos veces al año (como la del Museo Reina Sofía
, lugar espectacular donde he leído y escrito montones de páginas mientras esperaba trenes al lado de Atocha)
Si hay un libro que podría encantarle a cualquier amante de bibliotecas de toda época, ese es La biblioteca de noche
de Alberto Manguel
. No es un manual ni lo pretende. Es sólo una inmersión sentimental alentada, escribe Manguel en la contraportada, por “la curiosidad, sobre el atractivo de esos lugares que llamamos bibliotecas y el afán del hombre por coleccionar, en este caso libros”.
A lo largo de sus más de cuatrocientas páginas, que se pasan en un momento, Manguel exhibe un conocimiento de las bibliotecas que sólo puede tener un sabio humilde y curioso como él.
La Biblioteca de Alejandría, dice, surgió de la esperanza de vencer al tiempo. Es imposible encontrar una mejor definición para la motivación de aquellas personas que quisieron preservar la sabiduría de su presente para las generaciones del futuro. Quizá todas nuestras pequeñas bibliotecas domésticas sean pequeñas imitaciones que contienen el anhelo de contener todos los saberes posibles. Y a lo mejor reflejan lo que somos o nos gustaría ser. Cuánto hablan de nosotros los libros de nuestras baldas.
La pretensión de la de Alejandría no fue sólo ser un depósito acumulador sino convertirse, como cuenta Manguel, en un “taller de lectores”. El gobierno pagaba a sabios para que leyeran, glosaran, debatieran, resumieran. Y no sólo eso. A los bibliotecarios de Alejandría se les pidió en aquellos resúmenes detectar las conexiones con otros libros. Como si el Universo pudiera, al final, destilarse en un único libro de libros, uno que pudiera contener todos los libros. Cualquier aventura presuntuosa nunca estará a la altura de la Odisea pero seguro que contiene muchos rasgos de los que escribió Homero.
Si tuviera que poner una cita como resumen de ese anhelo, diría que Borges llamó “libro” al universo e imaginó el paraíso “bajo la especie de una biblioteca”.
El libro de Manguel aborda en apasionantes capítulos repletos de historias, aspectos bibliotecarios como el orden, el espacio, la representación del poder y anhelos humanos, el azar (como decía Umberto Eco, “un lugar propicio a los hallazgos”), la identidad, la supervivencia o la biblioteca como isla (encoge la historia de algunas bibliotecas de los campos nazis de exterminio).
Para ir acabando estas líneas te contaré que siempre tengo curiosidad por las bibliotecas de los escritores y escritoras a quienes considero maestros. Y que leo con frecuencia a los autores que leen. De la muy austera biblioteca de Borges, que no incluía ninguno de sus propios libros, hablamos otro día. Confieso que me encantaría convertir mi casa en una biblioteca. Leer, cocinar, dormir, comer, bañarme y conversar entre libros. Tenerlos a mano y a la vista. Ya lo estoy haciendo. Poco a poco, los libros van ocupando su lugar de privilegio.
No sé si es muy protocolario concluir citando al escritor Juan Marqués
cuando la cita corresponde al prólogo que escribió para mi propio libro. Pero no encuentro un corolario mejor a este post. Representa lo que para mí es una biblioteca personal. Juan, como íntimo amigo, supo describirlo. Además de hacerlo de manera irrepetible como corresponde a su talento único.