FilosofĂ­as de ficciĂłn posibles
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đź“» La llamada que nos vinculaba a la vida

—Hola…
—Hola…

Así empiezan las llamadas telefónicas de verdad, con un Hola…, pero no un Hola cualquiera, despersonalizado, vacío, maquinal. Se trata de un Hola lanzado con suavidad, paladeado, para que pueda fluir sobre la distancia entre líneas que marca el espacio entre interlocutores. Un Hola… dejado caer, para que llegue a la otra persona y penetre con suavidad en las cavidades de su oído, hasta alcanzar al receptor de su cerebro y profundizar en su alma.

Un teléfono enrollado por una cuerda de lana, en blanco y negro. Foto © Ricard Ramon

Un Hola… que suena a caramelo, pero con un toque salado. Muy lejos de cualquier hola vacío de un comercial que te aborda con su inmisericordia a la hora de la siesta, y que debe escribirse necesariamente en minúscula. Eso, si tienes la suerte de que hola, sea la primera palabra que escuches del pobre sujeto comercial, que imagino atado por los pies a una silla de metal oxidada mientras su jefe amenaza con secuestrar a toda su familia, si no consigue los objetivos de venta semanales.

Ese Hola… es, o era, la antesala de una conversación, que en ocasiones solía ser, la única oportunidad del día, de la semana, o de… de poder establecer un contacto con el otro, con la otra. En esas conversaciones, matizadas de deje metálico propio de aquellos teléfonos que debían ser accionados mecánicamente, apretando cada uno de los números, uno a uno, o rodando esa maravillosa manivela que iba deletreando los códigos en forma de sonido, con su retorno circular a la inicial posición. Un ritual, que implicaba necesariamente pasar las páginas de una agenda personal, donde íbamos anotando cuidadosamente los números de las personas que conformaban nuestros lazos vitales. En ocasiones, perder uno de esos números, suponía una tragedia personal, una pérdida que podía ser irrecuperable.

Cuando la llamada implicaba algo importante, podías permanecer mucho tiempo frente al aparato, antes de reunir el valor suficiente para ir marcando sucesivamente los números. Cada uno de ellos abría un camino para llegar al destino final de ese Hola… paladeado, que a veces era el recibidor de una acogedora y vital conversación y otras la puerta de un patíbulo de estertores y dolores estomacales nerviosos.

Esperar al otro lado de la línea, una llamada que parecía no llegar nunca, o que definitivamente, nunca llegó, generaba esa misma punzada en lo más profundo del estómago; que se iba extendiendo a insospechadas partes del cuerpo, y todo, por escuchar esa anhelada voz y las nuevas que podía traer, o simplemente no traer más que su presencia más allá, pero que podíamos sentir tan cerca, tan acá.

Esas conversaciones eran vinculantes, en muchos sentidos, tan diferentes de hablar por un teléfono móvil. Existía una cierta súplica en el tono de llamada, y un respeto hacia quien abandonaba sus quehaceres, para responder. En ocasiones, esas llamadas eran una pauta ritual, sucedida a una hora determinada, que ya anunciaba a viva voz a la persona que esperaba en la otra parte. Había quien era capaz de distinguir por el tono de llamada, que obviamente siempre era el mismo, quién estaba detrás. Quizá la materialidad física del cobre era capaz de atravesar ciertos radares intuitivos desconocidos, pero lo cierto es que no solían equivocarse.

Las conversaciones por el móvil, han dejado de ser conversaciones, para establecerse en versaciones difusas. Su configuración poco anatómica, no permite agarrarse, nos deslinda del tacto y la forma suavemente redondeada de un teléfono de verdad. No está pensado para la mano, está pensado para el bolsillo, y eso pesa y delimita el tono de nuestros diálogos. Es además un medio creado más para vincularse al yo que al otro. Para proyectarse hacia…, más que para interiorizar los sonidos que nos llegan, que, cruzando el hilo de cobre, parecían atravesar nuestra alma.

Aquellas conversaciones vinculantes se trenzaban a nuestra vida, la delimitaban y la dibujaban. La podían conformar y ser la antesala de grandes encuentros y eventos, o podían destruirla en un instante, especialmente si el rumor de la llamada, nos despertaba a medianoche. Un camino que nos conducía, entre penumbras y somnolencia latente, a un acontecimiento más oscuro que la noche.

En definitiva, aquellas conversaciones nos vinculaban a la vida, y a la muerte, a la esperanza y el regocijo del encuentro, pero también a la desesperanza del vacío y la soledad. Nada hay más triste que un teléfono que nunca suena, y nada hay más triste que un móvil sonando, siempre fuera de lugar y en el momento más inoportuno, dado que ha abandonado su lugar, para siempre.

Esto no es una crónica de la nostalgia malentendida, ni un canto ludita a la denegación del progreso. Es una simple crónica del devenir, que solo aspira al desvelamiento de verdades a través de las ficciones, como un fragmento de filosofía de ficción que es. Así, continuaremos esperando atarnos a nuevas conversaciones, que cada día se nos escapan entre la vorágine del ruido que nos impide escuchar lo que nos dicen desde el otro lado del cobre.

Bienvenidas y bienvenidos todos, seres humanos, seres pensantes y seres lectores, a estas, mis CrĂłnicas del Devenir, solo en verbum.cc.

Manuel de las Horas. Soberano permanente de la línea del tiempo, Duque impenitente e impertinente de la inmediatez, Virrey de las tierras en las que muere el sol y…, natural y residente de las tierras que lo ven nacer. Siempre del este al oeste, y autor único e indivisible de las Crónicas del Devenir.

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#ManueldelasHoras


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© Ricard Ramon
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